| (Nicolás II prisionero, vigilado por sus guardianes) |
¿Qué tendríamos que hacer frente a un hecho histórico? ¿Cómo se ha de reaccionar? ¿Cómo reaccionaríamos? ¿Sabríamos que lo es? No sé ustedes, pero yo recuerdo perfectamente dónde estaba cuando ocurrió el ataque a las Torres Gemelas. A pesar de ello y de pasar aquella tarde pegado a la televisión, he de reconocer que poco después de algo así uno ha de volver a su mundana vida. Pero esto no debería ser lo mismo para los grandes líderes, para los gobernantes. No es extraño que Kafka se fuera a nadar el día que comenzaba la Primera Guerra Mundial. Ni siquiera que no escribiera al respecto de la guerra en su diario. Al fin y al cabo, era un diario, no una crónica del mundo. En otros casos, no es tan lógica la reacción. O falta de reacción, mejor dicho.
Cuando el archiduque Francisco Fernando y su esposa fueron asesinados en Sarajevo el 28 de junio de 1914, quizás no muchos pensaran que los disparos de Gavrilo Princip acabarían en una terrible guerra. Por cierto, recuerden que aquello pudo ocurrir porque el chófer del archiduque tuvo un despiste al volante y se equivocó de calle. El presidente de Francia, Raymond Poincaré, estaba en el hipódromo viendo las carreras con algunos diplomáticos cuando le llegó la noticia por telegrama. Sin duda no sospechó la que se le venía encima a su país, ya que leído el telegrama siguió pendiente de los caballos como si tal cosa. Ni comité de crisis, ni análisis de consecuencias, ni reunión de urgencia; en lugar de eso, carreras de caballos.
Peor es el caso, no obstante, del zar Nicolás II. A finales de febrero de 1917, con importantes revueltas y enfrentamientos en su país, escribía a la zarina, Alejandra Fiódorovna, y le decía:
Mi cerebro descansa aquí –ni ministros, ni temas fastidiosos reclaman mis pensamientos.
Dos días después de aquella carta, el 26 de febrero, apuntaba en su diario que había ido a misa, desayunado con mucha gente, escrito la carta de rigor a la emperatriz, tomado el té y jugado al dominó por la tarde. El tiempo, apuntaba, era bueno, aunque helador. La bola de nieve de la Revolución creía y crecía y se acercaba amenazadora, pero él no se percató. O no quería percatarse.
El 2 de marzo se veía obligado a abdicar el último de los Romanov, poniendo punto final a tres siglos de dinastía. No lo vio venir. Perdonamos a Kafka, que al fin y al cabo era un hombre alejado del poder. ¿Perdonaríamos igual a Poincaré o a Nicolás II por su falta de reacción?
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