Entre 1697 y 1698, el zar Pedro I de Rusia realizó un viaje por Europa Occidental. El objetivo era doble: buscar aliados contra los otomanos entre los países del otro lado del continente, y aprender sobre la tecnología y las costumbres en estas otras sociedades. Este viaje fue conocido como la Gran Embajada y el zar viajaba de incógnito en aquel grupo. De ese año y medio por Europa nació el impuesto ruso a las barbas.
Además de la ciencia o la tecnología naval, entre otras cosas, al zar le llamó la atención que en la otra parte de Europa los hombres iban afeitados. Al volver a Rusia, las peludas caras de sus nobles le resultaban desagradables, y decidió cambiar este aspecto, nunca mejor dicho, de su sociedad.
Se dice que cuando los boyardos, es decir, sus nobles, fueron a recibirle a la vuelta de su viaje, Pedro I ya comenzó a hacer campaña contra las barbas. Es más, dicen que a algunos les ordenó cortárselas allí mismo, de manera improvisada. Aquello era algo impactante, no solo por la tradición, sino por el aspecto religioso de la barba, como veremos más adelante.
La modernización de Pedro I no iba a llegar solo con palabras, así que el gobernante creó un impuesto para fomentar el afeitado. Si uno quería llevar barba, tenía que pagar. Más si era un comerciante o funcionario de alto rango. En estos casos eran cien rublos anuales. Así las tasas iban reduciéndose hasta los treinta rublos que pagaba la clase baja en Moscú. Los campesinos eran libres de llevar la cara sin afeitar, mientras estuvieran en el campo. Pero cuando accedían a una ciudad, debían pagar un kópek, un céntimo de rublo, al entrar y la misma cantidad al salir.
Este no era una tasa menor, ya que unos treinta rublos eran el salario anual de un soldado, por ejemplo. Es decir, el ir contra la moda impuesta por el zar era todo un lujo. Cuando un hombre pagaba el tributo para poder seguir luciendo barbado, se le entregaba una ficha, parecida a una moneda, que podía mostrar como licencia para no haberse afeitado.
Si el tema hubiera estado relacionado únicamente con un impuesto y la moda, habría sido más asumible para los rusos, pero había un aspecto religioso que complicaba todo. Según la tradición de la Iglesia Ortodoxa, el hombre había sido creado a semejanza de Dios y este tenía barba. Por lo tanto, afeitarse era casi tanto como alejarse de Él y actuar contra su mandato.
El patriarca de la Iglesia, Adriano, había declarado que afeitarse era un pecado que podía incluso llegar a ser castigado con la excomunión. El dilema estaba claro: ir contra el zar y pagar, o ir contra Dios y afeitarse.
En este contexto, algunos creyentes no veían otra solución que cortarse la barba para poder seguir su día a día sin problemas, pero no querían renunciar a la vida eterna. Por eso, algunos guardaban la barba cortada para que, llegado el momento, fuera colocada en el ataúd sobre su cara. Con esto no habría trabas para acceder al cielo.
Muerto Pedro I, el impuesto siguió vivo mucho tiempo. Al final aguantaría algo más de un siglo, ya que hasta 1772 no fue abolido por Catalina la Grande. Eso sí, para entonces la moda de afeitarse había ganado la partida y por lo tanto el impuesto ya no tenía mucha importancia.
Por cierto, en Inglaterra en el siglo XVI también se puso una tasa a la barba. ¡Ay los impuestos…! Recuerden que se han pagado por la orina y que hasta se han examinado los genitales para cobrarlos. Y que el tomate es una fruta, salvo a la hora de pagar impuestos.
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