He leído en los últimos días un diario de Salvador Dalí en el que narra sus pensamientos y actividades en los veranos en Port Lligat, en la costa catalana, en los años 50 y los primeros 60. Siempre me ha llamado muchísimo la atención Dalí, tanto su arte como el personaje que compuso. Este diario, que está publicado por Tusquets con el título de Diario de un genio, es una muestra perfecta de ese personaje creado, de la forma de ver el mundo del artista y de cómo se veía en el mundo. Pero también deja entrever un Dalí más persona y menos personaje. Un Dalí que retrasa acometer una parte de un cuadro porque aún no está seguro de que sea capaz de estar a la altura, y mientras trabaja en otros cuadros o detalles. El miedo al error o el deseo de preparase más que todos los que crean tienen en algún momento, también rondaba al de Figueras.
Les recomiendo mucho el libro, les guste el artista o no. Y, por supuesto, las páginas están llenas de anécdotas y de frases dignas de ser subrayadas. Quizás en el futuro escriba otra entrada recopilando algunas de esas frases e ideas y seguro que les hablaré del interesante ranking de pintores que hizo. Pero hoy me voy a quedar con una historia ocurrida en 1958 y que deja a las claras la pequeña diferencia entre la genialidad y el desastre y cómo una mente rápida y segura de sí misma es capaz de subir a su poseedor a un pedestal al que todos miran levantando la cabeza.
Salía Dalí de su hotel, en Estados Unidos, para hacer una fotografía con Philippe Halsman, que lo retrató en varias ocasiones, y vender un cuadro, cuando al salir del ascensor se encontró con un grupo de periodistas y fotógrafos esperándole. Había olvidado que tenía una rueda de prensa para presentar el diseño de un frasco de perfume para una marca comercial. Con el cheque en el bolsillo, lo que no podía hacer era echarse para atrás. No por el dinero, sino porque eso sería tanto como admitir que su genio no era capaz de escapar del lío.
Ante los periodistas y con los representantes de la marca de perfume, se acercó a un fotógrafo y le cogió una bombilla de flash, azul anís. La tomó entre el pulgar y el índice y se la mostró a todos los congregados como si fuera un objeto importante. Y lo era. Lo era desde ese momento. Esta es mi idea, dijo. Alguien le contestó que no había dibujado nada. Y Dalí dijo que aquello era todavía mejor, era un modelo ya terminado.
La colocó sobre la mesa y la apretó, lo que la rompió un poco y consiguió dejar la bombilla de pie, con el casquillo hacia arriba. El casquillo será el tapón, dijo, y será de oro. Pero faltaba el toque final, la genialidad de cierre. ¿Y el nombre?, le preguntaron. Flash, respondió. Del olvido a una genialidad en unos minutos. Unió el perfume, la moda y los flashes de las cámaras de los fotógrafos con una idea tan sencilla que, o bien es fruto de un trabajo arduo, o bien es fruto de una idea feliz.
Al salir del encuentro con la prensa, le preguntaron sobre qué es la moda, y respondió: ¡lo que pasa de moda!
Esta última frase me recuerda a una conocida cita que se atribuye a Coco Chanel, aunque creo que la de Chanel es posterior.
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