| (Andrew Carnegie) |
Vaya por delante que esta curistoria es de esas que a mí, escéptico por naturaleza, me parece tan hecha a medida que dudo de su veracidad. Bien podría ser que se la atribuyan a su protagonista o incluso que este mismo la inventara para darse lustre.
Andrew Carnegie, el protagonista, nació en 1835 y fue un industrial de éxito, uno de esos nombres míticos de la historia económica de Estados Unidos. Aunque escocés de origen, emigró de niño con su familia al otro lado del Atlántico. Precisamente en su familia, cuando ya era Carnegie un hombre de provecho, había dos sobrinos que estaban estudiando en Yale y que vaya usted a saber por qué no daban señales de vida ni respondían a las cartas de su madre. Una actitud, por otra parte, lógica y habitual de la juventud.
La cuñada de Carnegie, a la sazón madre de los mozos, le transmitió su preocupación a este, diciéndolo que por más cartas que enviaba sus hijos no respondían. Recibió entonces el compromiso del industrial de hacer algo para que los muchachos respondieran a su madre.
Hombre ocurrente, lo que hizo fue enviar una carta a sus sobrinos y al final de la misma indicaba que había incluido en el sobre cinco dólares para cada uno de ellos, esperando que hubiera llegado el dinero sin problema a sus manos.
No tardó mucho en llegar una carta de vuelta por parte de sus sobrinos que además de noticias e información sobre sus vidas, para felicidad de su madre, contenía el aviso de que el dinero que les había enviado Carnegie se había extraviado y seguramente alguien lo había robado por el camino. Como habrán adivinado, el industrial no había incluido dinero alguno y era sencillamente una treta para que sus sobrinos escribieran a la familia, treta que funcionó a las mil maravillas, por cierto.
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