John Wanamaker fue un comerciante estadounidense, que tuvo una gran influencia en el mundo del marketing. Nacido en 1838, llegó a ser una figura muy relevante dentro de la sociedad de Filadelfia, su ciudad, donde era muy respetado y también era muy religioso. El almacén que creó con su nombre, Wanamaker’s, lo convirtió en millonario y le permitió hacer algunas cosas que han quedado para la historia de la gestión empresarial. A los 22 años, junto con su hermano, arrancó una carrera comercial que dejó hitos que todavía hoy recordamos y seguimos copiando.
Fue un pionero en algunas técnicas comerciales, por ejemplo, haciendo rebajas en determinados momentos del año, creando espectáculos luminosos para que la gente visitara sus tiendas en Navidad o instalando restaurantes dentro de las propias tiendas. Pero más allá de estos detalles, era un gran creyente en la publicidad y se empeñó en cumplir con las promesas que hacía precisamente en la publicidad. Es decir, prometía productos de calidad en sus anuncios y vendía productos de calidad en sus tiendas. Esto hizo que poco a poco fuese ganando prestigio y se hiciera también con la confianza de los compradores. A él se le atribuye la frase:
La mitad del dinero que me gasto en publicidad no sirve para nada. El problema es que no sé qué mitad es.
Wanamaker era muy religioso y eso le llevó a evitar el regateo porque así los hombres serían iguales, pagarían lo mismo
Implantó algo que hoy se ha convertido en ley, literalmente, al menos en España. Los clientes podían devolver los productos durante los 30 días posteriores a la compra, sin más preguntas y recibiendo el importe completo del producto. Algo totalmente innovador para su tiempo. También tiene la fama de haber tratado bien a sus empleados, ser honesto con ellos.
Como decía al principio, Wanamaker era un hombre muy religioso. Esas creencias le llevaban a sentirse un poco incómodo con el regateo de precios que solía llevarse a cabo en la mayoría de las tiendas, incluida la suya. Ese regateo hacía que el precio final fuese diferente para distintos compradores, y eso chocaba con la idea de igualdad que él tenía arraigada en su creencia. Si los hombres eran iguales a ojos de Dios, deberían también pagar lo mismo por un pantalón, y que eso no dependiera de lo bien o mal que regateaban. Para conseguir su objetivo, optó por poner un precio fijo a cada artículo de la tienda, haciéndoselo saber a todo el mundo y acabando así con el regateo. Tomó esta decisión en torno a 1861.
Así fue como creó las etiquetas de precio, ni más, ni menos. Algo tan habitual en nuestro día a día que hoy es extraño justo lo contrario, que entremos a una tienda y que un artículo no tenga su etiqueta con el precio marcado. Al comienzo, como es lógico, recibió críticas por ello, pero el buen recibimiento que tuvo entre los clientes le dio la razón y, obviamente, su estrategia se impuso.
Durante la Primera Guerra Mundial propuso a su país comprar Bélgica
Por supuesto, si bien la atribución de la invención de la etiqueta de precio a John Wanamaker es algo común y aceptado, no se puede descartar que alguien, en algún lugar, ya estuviera haciendo algo similar. Pero dada la repercusión pública de este hombre, su visión acabó calando hondo y creando algo que hoy es casi norma en el comercio.
Por otra parte, Wanamaker se metió en política y fue el director del sistema postal estadounidense. Ahí también innovó en muchos ámbitos, a veces con éxito y no exento de polémica. Durante la Primera Guerra Mundial, esa posición en el mundo de la política le llevó a proponer a su país que comprara Bélgica a Alemania, una vez que esta había conquistado a su vecino. El precio que marcaba la etiqueta que le puso a Bélgica era cien mil millones de dólares. Con esa compra pretendía detener la guerra o al menos reducir notablemente su daño.