Quizás alguno recuerde la entrada que escribí sobe el púrpura de Tiro, el color de los emperadores romanos, que se obtenía a partir de pobres caracoles que daban su vida a cambio de producir un color maravilloso. Gracias a Dios, las ciencias adelantan que es una barbaridad y alguien inventó otra forma de crear esos tintes sin tener que recurrir al mundo animal. Además, lógicamente, el nuevo método es mucho más barato.
El hombre que cambió el mundo de los colores y los tintes fue William Perkin, un londinense nacido en 1838. Estudió química y fue alumno de August Wilhelm von Hofmann, otro ilustre químico, aunque en este caso, alemán. Hofmann buscaba cómo sintetizar una sustancia contra la malaria y esa investigación fue seguida también por Perkin. La malaria era entonces un demonio y se trataba con quinina de origen vegetal. El objetivo era buscar una forma de obtener quinina de manera más sencilla y barata. Ya les hablé de este tema, por cierto, cuando hablamos del origen del gin tonic.
Como otras muchas veces en el mundo de los inventos y la ciencia, uno acaba dando con aquello que no busca. En unas vacaciones, el joven estudiante siguió en su casa con los experimentos. Perkin tenía entonces tan sólo 18 años y en uno de los experimentos se generó como desecho un líquido oscuro que teñía de malva, de púrpura, lo que tocaba. No sé si hay mucha diferencia entre malva y púrpura, aunque por intuición yo diría que el primero es menos intenso, como color, que el segundo. Pero es sólo mi percepción. Volvamos al tema, perdón.
Aquel líquido llamó la atención de Perkin y profundizó en sus características y en lo que hacía sobre los tejidos: teñirlos. Hizo algunas mezclas y acabó generando tintes que, cuando los probaba, tenían de púrpura intenso las telas. Además, eran más baratos de producir. Ese tinte concreto fue bautizado por él como malveina, por el malva, o incluso como púrpura de Perkin.
Se revolucionaron entonces varios mundos: la industria textil, el de los tintes y, supongo, el mundo de los caracoles que comenzaron a ver la luz al final del túnel porque ya no eran la fuente del púrpura. Aquella producción sintética, lógicamente no sólo de aquel color, se convirtió en una empresa de éxito de la mano del propio Perkin quien, en 1874, con 36 años, vendió su empresa por unos buenos millones y se dedicó a la investigación química el resto de su vida, con cierto éxito.