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Robert Liston, un cirujano rápido y letal

Robert Liston
(Robert Liston)

Si dijéramos que era rápido y letal al referirnos a un pistolero estaríamos hablando bien de él, en cambio, si de un cirujano se dice que es letal, la cosa cambia de punta a punta. Pero nuestro hombre, Liston, también era rápido, y eso era importante en su época, cuando aún no existía la anestesia y las cirugías eran un martirio para el paciente, y cuanto más corto el martirio, mejor.

Este escocés nacido en 1794 era famoso por su rapidez en las operaciones quirúrgicas. Manejaba el escalpelo y la sierra como si el diablo le persiguiera, y en realidad bien parece que el mismo diablo le guiaba en ocasiones en la mesa de operaciones. Los estudiantes asistían a ver cómo trabajaba para aprender sus técnicas, aunque en ocasiones los resultados no eran del todo los esperados. Rápidos, pero letales.

En una ocasión le amputó la pierna a un hombre en tan sólo dos minutos y medio, con un serrucho, lógicamente. No está nada mal la marca, pero ya saben que las prisas no son buenas consejeras y en aquella ocasión el serrucho se llevó la pierna del enfermo pero también sus testículos. Pero aquel día en el que fue a por una pierna y se llevó más de lo que debía no fue el peor de su carrera.

Su mayor y peor hazaña tuvo lugar cuando en una de sus operaciones para apuntar una pierna, la precipitación le llevó a cortar la pierna, aunque esta vez no los testículos; lo que estaba bien. Pero no paró ahí la cosa y a su ayudante le serró los dedos de una mano, y no sé muy bien qué locura con el serrucho le poseyó, pero rebanó la chaqueta de otro cirujano que estaba observando la operación de cerca y que murió del susto, literalmente. Finalmente también murieron el paciente original, sin pierna pero con gangrena, y el ayudante al que serró los dedos. La gangrena de nuevo. No está mal, un 300% de mortalidad en esa operación, un paciente y tres muertos. Letal, letal, letal.

En resumen, amigos, cuando vayan al médico recuerden aquello de vísteme despacio que tengo prisa.

Fuente: Historia de la ciencia sin los trozos aburridos, de Ian Crofton

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